Por Rubén Madrid
“Ya no somos el viejo país atrasado que se queja, sino un país maduro y próspero”. Lo dijo Aznar el día en que inauguró la autopista de peaje R-2, tras una inversión de 563 millones de euros y una concesión a Henarsa por 24 años. Barreda aplaudía en segunda fila. Alguien, qué rabia da no recordar quién, añadió en aquella carrera de onanistas satisfechos de sí mismos que sería una autopista buena para todos: para los ricos, porque irían mejor por la nueva calzada; y para los pobres, porque algo notarían el descenso de tráfico.
Eran los tiempos del milagro económico, de las liberalizaciones del suelo que abaratarían el precio de la vivienda y de las privatizaciones en la telefonía que darían el impulso necesario (la competencia es buena) al sector, algo que los consumidores nunca les podremos agradecer lo suficiente: todos, los de MoviStar y los de Vodafone. Eran los tiempos, también, en que los proyectos se hacían por cataplines (Cañete, año 2000: “el Plan Hidrológico se hace por cojones”) y eran, y tal vez no vuelvan más, los tiempos de los polvos.
Ahora estamos en los tiempos de los lodos. Se nos enfangan los proyectos. Estamos de barro, si es que no es mierda, hasta el cuello. Y el tema de las autopistas de peaje es un asunto particularmente complejo. A grandes rasgos, cabe decir que todas las radiales de Madrid están en quiebra. La última en sumarse al serial de concurso de acreedores fue Henarsa, adjudicataria de la R-2 (Madrid-Guadalajara), en septiembre. Tiene una deuda de 450 millones de euros. El conjunto de todas suma una deuda de 4.000.
El tráfico en estas autopistas nunca estuvo, aunque se le esperó. Ni antes de la crisis, ni mucho menos ahora. Según los últimos datos, por la R-2 circulan cada día unos 4.100 vehículos, incluyendo los que entramos por despiste. Son menos que los casi 6.000 del año anterior, un 24% menos que en 2012 y una caída del 46% respecto de 2007. Las cifras siempre estuvieron muy lejos de los 30.000 vehículos diarios que se suponía que absorbería esta autopista, casi uno de cada tres de los 100.000 que venían transitando por la A-2, la autovía de acceso libre con un trazado seguro a la que sólo le faltaba lo que además ya tiene: un tercer carril desde Guadalajara.
Las perspectivas, por tanto, son de caída libre para un negocio que nunca fue tal. Fallaron las previsiones y falló el modelo de gestión: la apuesta por unas autopistas realmente estupendas y angostas por las que transitar sin parones entre Madrid y Guadalajara no la compró casi nadie. Era un lujo innecesario las más de las veces. La inactividad de la R-2 fue un tema recurrente en los debates locales, no faltaron propuestas, pero pasó el tiempo y vino la crisis. La Crisis.
Las firmas que estaban detrás de la marca Henarsa, ninguna de ellas pequeña (Abertis, ACS, Acciona y Globalvía, de FCC y Bankia) emprendieron, perdieron y ahora pretenden declarar el concurso de acreedores y que, gracias a la Responsabilidad Patrimonial de la Administración, sea el Estado el que se quede con el pufo. El mal menor, dice Fomento, pasa por asumir ‘sólo’ 2.400 millones de deuda, después de una quita del 50%, a través de la creación de una Sociedad Pública de Autopistas, que viene a ser una suerte de ‘banco malo’ para estas infraestructuras. La ministra Ana Pastor ha venido a excusarse con que el problema le ha sido legado. Lo que otros colegas llaman la herencia recibida…
El tema no acaba ahí. Hay una propuesta para la conformación de esta sociedad, con una negociación en la que Gobierno y empresas no se ponen de acuerdo en la cuota de participación y, en definitiva, una negociación abierta en la que cada parte defiende sus intereses. Hay varios reportajes en la prensa local y la nacional que permiten seguir de cerca el asunto.
Hay, en todo este entramado, otro punto importante: el Estado debe a las constructoras más de 470 millones de euros por las modificaciones que se introdujeron en los proyectos de las autopistas, en los que también se aplicaría una quita del 50% y el pago de los casi 240 millones con un bono a treinta años. Con esta manera de titulizar la deuda pretende el Gobierno que su intervención no afecte directamente al gasto de las arcas públicas y ni tenga un efecto negativo en el déficit.
Probablemente al grueso de los lectores les ocurra como a un servidor y les resulte grotesco que, con los tiempos que corren (dicho con este otro tono: ¡¡con los tiempos que corren!!), el Estado tenga que saltar al ruedo con el capote hecho jirones a quitarle el morlaco de encima a estos figuras del toreo después del revolcón. El problema está viciado de inicio: ¿Había alguna necesidad de hacer estas autopistas de pago además de “dejar de ser el viejo país atrasado que se queja” para convertirnos en el exitoso “país maduro y próspero”? El problema sigue resultándonos insultante en su derivación actual.
Veníamos oyendo en los últimos tiempos de nuestros dirigentes que con el dinero público hay que ser muy cuidadosos: siempre, pero más ahora en tiempos de crisis. Que no hay para todo. Y a este lado de la R-2 habíamos aprendido a pelearnos hasta el último céntimo de cada gamba que echamos en la paella de Ferias.
El capitalismo de manual, el que enseñan en los libros, nos dice que un empresario arriesga: cuando hay ganancias, gana; cuando hay pérdidas, pierde. Y eso sigue siendo válido para quien abre una ferretería.
En el capitalismo real, en cambio, las cosas son muy diferentes si se trata de hacer una gestión privada de un servicio público. Cuando el empresario que arriesga obtiene beneficios, gana; cuando no gana, quiebra, pero no pierde. Porque en el capitalismo real existen cosas como la Responsabilidad Patrimonial de la Administración o la conveniencia de inyectar liquidez en la banca para que no derrumbe el sistema (no sea, pongamos por caso, que acabemos teniendo seis millones de parados). La mano invisible del mercado no compensa las pérdidas, pero los brazos acogedores de Papá Estado siempre están dispuestos a reparar los daños con el dinero de todos los contribuyentes. Que para eso estamos, oiga.
A estas operaciones les asistirá la legalidad pertinente y se escudarán en los requiebros técnicos que vengan al caso. Pero la desafección hacia la clase política también es esto: la incomprensión de muchos hacia las facilidades que existen para tapar los agujeros de la banca o de las constructoras. Y cuando decimos desafección decimos cada vez más aversión e impotencia, cuando hay que asistir, y sin rechistar en la calle, al cierre de plantas de hospitales, a la congelación de los sueldos de los trabajadores de las administraciones y de las pensiones, a la reapertura del debate del copago, del repago y de todos los ‘no-nos-queda-más-remedio’, al incremento de las matrículas universitarias, a la supresión de las becas para comedores escolares, al cobro de entradas en los museos que eran de entrada gratuita, al cese de ayudas para asociaciones culturales o sociales o a la imposibilidad, dicen tan anchos, de ampliar las ayudas para los parados…Llevamos pagados demasiados peajes.
En los tiempos de los polvos, pero también en estos de los lodos, cuando desde los despachos de nuestros ministerios hacen números, ¿en quiénes están pensando verdaderamente? Se ve que, como dijo aquel: “¡Es la economía, estúpido!”.
No hay comentarios:
Publicar un comentario