Cuando la concesión de una obra o servicio público funciona (o sea, es un negocio redondo), los usuarios de ese bien o servicio pasan a ser perdedores. La autopista del Atlántico es, de nuevo, ejemplo ilustrativo. La empresa concesionaria marca prioridades y los beneficios derrotan a la calidad del servicio. Y entonces se producen atascos e incomodidades en el tráfico porque las obras de mantenimiento ocupan estas fechas veraniegas, porque el personal que atiende la cabina del peaje es insuficiente o porque la empresa manifiesta prepotencia si amplía otra vez la concesión a cambio de construir algún tramo adicional todavía pendiente.
Todas estas cosas suceden en la autopista del Atlántico. La concesión finalizaba antes en el año 2023, y ahora se trasladó hasta el 2048, pero en realidad se desconoce cuál será la fecha definitiva de la entrega.
Si la comunidad autónoma fuera la titular de la autopista del Atlántico, el Gobierno gallego tendría de esa forma un instrumento útil para reforzar sus políticas territoriales, para modernizar el país y para generar solidaridad personal y social. En este sentido, un peaje razonable podría cubrir el coste anual del mantenimiento de la autopista AP-9 y generar a su vez dinero adicional para poder financiar infraestructuras vinculadas al desarrollo económico de las provincias de Lugo y Ourense. Además, todas estas políticas y recursos deberían ser transparentes y estar disponibles en la página web de la consellería correspondiente.
Pero ya ven ustedes cómo están las cosas. Sufrimos un espacio común que está preñado de negocios, de ambiciones y de rescates. ¿Por qué las empresas no compiten en su espacio natural? Si el argumento de la eficiencia tiene agujeros y los rescates son excesivos, ¿por qué los gobiernos se rinden tan pronto? ¿Estarán asustados ante la visibilidad creciente del poder verdadero? En principio eso parece, pero sigo convencido de que todo o casi todo es impreciso y enigmático.
La Voz de Galicia.es 16/07/2014
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