Operarios cambiando las señalas de las autovías y autopistas en 2011. Claudio Álvarez |
Lo primero que hemos de constatar es que cinco años son una eternidad en un mundo en que la velocidad de la información no nos deja disfrutar de la información, en que la velocidad de las innovaciones no nos deja disfrutar de las innovaciones y en el que la velocidad de la vida no nos deja disfrutar de la vida.
Por aquella época, la primavera árabe había traído la inestabilidad en el Magreb, el barril de petróleo había alcanzado los 112 dólares con puntas de 120 dólares y, en plena crisis económica, algo había que hacer para amortiguar los efectos sobre unas maltrechas cuentas públicas en plena pendiente.
Dicen que gobernar es prever. El ministro de Industria, Miguel Sebastián, llevó entonces al Consejo de Ministros algunas propuestas de entre las medidas recomendadas por la Agencia Internacional de la Energía para escenarios de emergencia energética. La más vistosa era la reducción de la velocidad en autovías y autopistas.
La medida cogió por sorpresa a la opinión pública y se abrió el debate como se abre en nuestro país: todos contra el Gobierno. Unos dijeron que lo importante era la educación —algo que, siendo cierto, no servía para una situación de emergencia ya que sus resultados son a medio y largo plazo—. Otros, que lo que se buscaba era recaudar más a través de los radares, obviando que la única intención era gastar menos. También se dijo que como se tardaría más, se iba a consumir más, olvidando que el consumo se mide por kilómetros y no por tiempo. Incluso se dijo que era un atentado contra la libertad individual. Y la oposición tildó la decisión como un disparate sin precedentes. Nada nuevo para un asunto tan sensible como es la velocidad en carretera.
El debate, al igual que la mayoría de los debates, nos permitió aprender cosas como que el 75% de la energía que consumimos depende de otros países. O que un aumento de 10 dólares en el precio del barril de petróleo nos costaba a todos los españoles 6.000 millones de euros. Sobre todo, que la velocidad más eficiente es de 90 kilómetros por hora; a partir de ahí, por cada kilómetro por hora de aumento, el consumo de combustible se incrementa un 1%. Y que circular a una media de 125 kilómetros por hora hace que se consuma un 20% más que haciéndolo a 110 kilómetros por hora, mientras que solo se llega cinco minutos antes en un viaje de 100 kilómetros.
El 7 de marzo de aquel año se implementó la medida, y los ciudadanos, con mejor o peor disposición, entendieron que la subida del precio del barril podía hacer peligrar la incipiente recuperación económica y del empleo. Así que asumieron su responsabilidad y levantaron un poco el pie del acelerador para correr menos, ayudando de esta manera a su país. Nada más y nada menos.
El coste de la medida fue de 230.000 euros por la renovación de las 6.000 señales de límite de velocidad en nuestras carreteras. Poco significativo dado el ahorro energético aunque, a decir verdad, nunca hubo un estudio fiable sobre el ahorro económico de la medida.
Aquella decisión sorprendió favorablemente en el exterior y algunos responsables de Tráfico de países europeos, sin disimular su admiración, nos preguntaban cómo habíamos gestionado la medida.
Luego todo se complicó. Cuatro meses más tarde, el 1 de julio de 2011, el Gobierno dejó sin efecto la medida, recuperando la antigua velocidad de 120 kilómetros por hora. El argumento utilizado fue que el precio del barril de petróleo había bajado hasta los 106 dólares —seis dólares menos que en febrero—, aunque algunos interpretaron que la proximidad de las elecciones y la necesidad de dar buenas noticias estaban detrás de la decisión. No deja de sorprender que algunos crean que aumentar 10 kilómetros por hora la velocidad en nuestras autovías y autopistas pueda dar votos.
Más tarde, y con la Ley de Tráfico de 30 de octubre de 2015, el nuevo Gobierno de Mariano Rajoy planteó la posibilidad de aumentar la velocidad máxima hasta 130 kilómetros por hora en aquellos tramos que reunieran determinadas condiciones. Otra vez, y ante la proximidad de las elecciones, surge la sospecha de que alguien pueda haber pensado que aumentando la velocidad se obtienen votos. No parece una política de largo alcance.
Aquella experiencia nos ha dejado algunos mensajes. El primero es que si las medidas se explican, y se explican bien, el ciudadano responde porque son mucho más maduros y solidarios de lo que nos pensamos. Otra sensación es la de una oportunidad perdida. Lo que no sorprende, ya que nuestra historia está llena de oportunidades perdidas.
La medida fue de “ahorro colectivo” para ayudar a la recuperación económica y del empleo. Hoy, en los programas y debates en los que estamos inmersos, aparecen muy pocas referencias al ahorro como una cultura necesaria ante el inmenso déficit de nuestras cuentas públicas. Los discursos están centrados en el cómo y en qué gastar, y poco se habla sobre el cómo y en qué ahorrar. Hubo una época en que se consideraba una virtud, pero parece que los tiempos han cambiado y hablar de ahorro ni queda bien ni da votos.
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