miércoles, 19 de septiembre de 2012

Peajes a ninguna parte

Iban a ser la solución para desatascar las vías de acceso a Madrid. Pero se han convertido en uno de los negocios más ruinosos del sector. Las autopistas de peaje de entrada a la capital, las radiales, llevan menos de una década en funcionamiento y parecen casi nuevas. La escasez de tráfico, muy inferior al previsto, y el desorbitado sobrecoste de las expropiaciones de terrenos para construir estas vías han llevado a muchas concesionarias a la ruina. La primera en caer ha sido Accesos de Madrid, propietaria de la R-3 (Madrid-Arganda) y la R-5 (Madrid-Navalcarnero), que el 7 de septiembre presentó el preconcurso de acreedores, el paso previo a la suspensión de pagos.


Con una deuda bancaria de 660 millones de euros y 430 millones pendientes de pago por expropiaciones, los accionistas de la concesionaria (Abertis, Sacyr, Bankia y ACS) han tirado la toalla. El preconcurso es una figura que les proporciona tres meses para negociar con las entidades financieras para intentar evitar el concurso. "Estas autopistas se concibieron como una alternativa a la ampliación de las autovías gratuitas, pero después estas fueron ampliadas con más carriles y los atascos se redujeron", argumenta José Antonio López Casas, director general de Accesos de Madrid.
Sin tanto atasco, la empresa afirma que le resulta muy difícil competir con las vías de uso gratuito. Este factor, la caída del tráfico por la crisis —este año se están viendo desplomes del 20% y el precio de los carburantes tiene que ver—, el sobrecoste por las expropiaciones y los gastos financieros han sido un golpe imposible de esquivar. El viernes pasado también solicitaron concurso de acreedores por motivos similares las dos sociedades que gestionan la R-4 (Madrid-Ocaña), con una deuda de 575 millones, cuyos accionistas son Cintra, Sacyr y Caja Castilla-La Mancha. La AP-41 (Madrid-Toledo) no es una radial, pero también ha suspendido pagos. Otras seis vías de pago, entre ellas la cuarta radial, la R-2, están al borde de la quiebra.
La idea de unas autopistas que descongestionaran el acceso a Madrid (en principio, gratuitas) se empezó a fraguar en la primera mitad de los noventa, con el socialista Josep Borrell como ministro de Obras Públicas, pero el proyecto de la R-3 y la R-5 fue diseñado y ejecutado con José María Aznar en el poder. El contrato de estas autopistas, la alternativa de pago a las autovías de Valencia y Extremadura, salió a concurso en 1999. Rafael Arias-Salgado, entonces titular de Fomento, afirmó que absorberían “al menos un 30%” de los vehículos que accedían a la capital. En 20 años, las empresas rentabilizarían la inversión, mientras los madrileños ahorrarían millones de pesetas en tiempo y gasolina. Además, las adjudicatarias debían hacerse cargo de la construcción y financiación de un tramo de la M-50, el tercer anillo de circunvalación de Madrid, que sería de uso gratuito. Para el Gobierno del PP, todo eran ventajas.
A los pocos meses, un consorcio integrado por siete empresas ganó el contrato: FCC, Zafir, Acesa, Caja Madrid, la Empresa Nacional de Autopistas, Inversiones e Infraestructuras y OHL. Las obras debían acabar en 24 meses y tendrían un coste de 727 millones. Los problemas con las expropiaciones y los cambios en el trazado retrasaron la inauguración a 2004. El coste final se incrementó un 12%.
Era solo la punta del iceberg. El tráfico ha resultado ser un 25% del previsto. La concesionaria calculó en 2004 que las dos radiales absorberían 70.000 de los 200.000 coches que circulan a diario por las autovías de Valencia y Extremadura. Ahora la media en cada una de esas radiales ronda los 10.000 vehículos. Mientras, la aplicación de la Ley del Suelo de 1998, que permitía valorar los terrenos en función de sus expectativas, disparaba el coste de las expropiaciones. “Calculamos que las expropiaciones nos costarían 40 millones y han sido 640”, asegura el director general de Accesos de Madrid, que ha pagado hasta ahora 210 millones.
Para Rafael Simancas, portavoz del PSOE en la Comisión de Fomento del Congreso, la mala gestión y planificación son los causantes de este ruinoso negocio: “Las constructoras tuvieron que realizar a cambio de las radiales un tramo de la M-50; para cuadrar las cuentas Francisco Álvarez-Cascos [sucesor de Arias-Salgado] pronosticó unos tráficos y unos resultados de explotación demasiado optimistas; tampoco previó los efectos de la Ley del Suelo, y el tráfico fue mucho menor porque las carreteras gratuitas se fueron mejorando”. Las cuentas de Accesos de Madrid arrojaron en 2010, último ejercicio disponible en el registro mercantil, unas pérdidas de explotación de 4,42 millones, frente a los 3,76 millones del año anterior.
Fomento ha tenido que salir al rescate de las autopistas en apuros. Fuentes del departamento que dirige Ana Pastor aseguran que se están articulando medidas coyunturales, como la ampliación de 2012 a 2021 de la compensación por la caída del tráfico —un sistema en el que el Estado adelanta el dinero— y los 250 millones en préstamos participativos (con aval del Estado) presupuestados para este año. A largo plazo, Fomento asegura que “se está trabajando en soluciones estructurales que proporcionen un horizonte sostenible al sector”. Según López Casas, su concesionaria tiene pendiente de cobro 80 millones como compensación y créditos participativos.
El PSOE advierte de que se necesita una solución inmediata, mientras la patronal, ASETA, ve una salida clara: que el conductor pague de forma directa por el uso de toda la red de alta capacidad para “redistribuir más racionalmente los tráficos” e “incrementar los ingresos del Estado”.
La lista de perdedores por la crisis de la R-3 y la R-5 es larga: accionistas, acreedores (además de Bankia, el Santander, BBVA, el Sabadell, Caixabank e ING)… pero los ciudadanos también pueden acaban pagando el pato. Si al final la empresa entra en liquidación, alguien tendrá que tapar el agujero y el Estado es el principal candidato. Si la Administración tuviera que rescatar la R-3 y la R-5, López Casas calcula que tendría que asumir como máximo 670 millones, que computarían como déficit público. Eso, más el sobrecoste de las expropiaciones. Del resto deberían hacerse cargo los acreedores.

El País 16/09/2012 

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